Mi hijo mayor acaba de cumplir ocho años. Un día, poco tiempo antes, yendo en su bicicleta a la alberca, frenó con fuerza frente a mí y dio un magnifico patinazo. Se volvió a verme con una sonrisa de satisfacción. Por lo regular, ese pequeño patinazo habría motivo de una severa advertencia de "no gastes las llantas". A mí siempre me enseñaron a cuidar bien mis cosas y a mantenerlos en buen estado. Sin embargo, he aprendido que existe una diferencia entre el desgaste natural de las cosas y hacer que estas duren cueste lo que cueste.
La diferencia se me hizo patente en un día soleado de hace cuatro años. Mi hijo, entonces de cinco, había pasado una tarde normal de verano jugando en el parque y nadando en la piscina del barrio. Esa noche, a la hora del baño, noté que tenía el cuerpo cubierto de manchitas rojas. Alguna enfermedad eruptiva, pensé, y llamé a mi esposa para que echara un vistazo. Casualmente tenía una cita con su pediatra al día siguiente.
En la mesa de auscultación notamos que tenía también grandes cardenales en las piernas. La pediatra nos pidió que lo lleváramos de inmediato al departamento de emergencias del hospital infantil; ella se reunirá allí con nosotros en una hora.
Es fácil imaginar el miedo que sentimos. Varios análisis (y largas horas) después, los médicos determinaron que mi hijo padecía de una enfermedad llamada purpura trombocitopénica idiopática, que hace que el bazo destruya las plaquetas, indispensables para la coagulación de la sangre. Si empeoraba, el niño podría sufrir una hemorragia intensa y morir desangrado. Solamente el tiempo diría si podría mejorar por sí solo.
Al tercer día de su estancia en el hospital fui a comprarle un regalo. Extendí la mano para tomar un auto convertible amarillo de juguete (le encantaban lo autos) y titubeé.
Sabía que el juguete no iba a durar mucho tiempo en manos de un niño de cinco años. Entonces pensé: "Que importa si le arranca las puertas y las ruedas se le caen. Si eso sucede, significara que mi hijo está bueno y sano. Lo compre con la esperanza de que estuviera suficiente bien para jugar con él. Se emocionó mucho al recibirlo. El juguete le ayudo a sobrellevar la semana que paso en el hospital".
Vi el auto al otro día, en una repisa de su cuarto. No tiene ruedas, las puertas están rotas y el cromo se le desgasto. Al verlo, sonrío. Mi hijo ha estado perfectamente bien en estos últimos cuatro años, y está lleno de vida. Su misteriosa enfermedad vino y se fue.
Y yo aprendí que los objeto son solo eso, y que pueden reemplazarse si es necesario. Si cualquiera de mis muchachos rompe algo o lo desgasta jugando, en vez de reprenderlo por su descuido, prefiero celebrar su niñez. El cascaron vacío de lo que alguna vez fue un auto bonito y las piezas pérdidas de su juego de monopolio son prueba del hecho de que aquí vive un niño sano y feliz.
La prudencia y el cuidado de las cosas tienen su lugar, como también tienen la experimentación y la curiosidad. Al final de cuentas, mi relación con mi hijo y mi esposa es lo que verdaderamente perdura. Yo elijo celebrar nuestra vida y vivir de las perdidas. Además, yo solía dar los mismos patinazos... pero nunca delante de mi padre.
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